Es maravilloso constatar con días
como el de ayer cómo el fútbol es capaz de igualar o incluso superar el mundo
ficticio con grandes gestas que recuerdan a uno que la realidad puede
disfrazarse de la mejor de las historias. El fútbol, ese deporte tratado
indebidamente por quienes lo gestionan desde arriba buscando principalmente su
mercantilización, conserva todavía los ingredientes que lo convirtieron desde
su creación en el deporte más aclamado del mundo. Un escenario donde los
ciudadanos normales vierten toda su pasión para forjar una realidad más
cautivadora, donde pueden soñar y experimentar sensaciones y sentimientos
indescriptibles, únicos y desgraciadamente poco abundantes en el día a día. Una
escapatoria provisional, albergadora de ilusiones y regeneradora de vitalidad.
Era la de ayer una historia de
fábula que empezaba a tomar forma desde el momento en que Fernando Torres, el
niño que hace unos años había decidido marcharse de un equipo pusilánime,
endeble y descorazonado, zarandeaba con un gol el objetivo del equipo de sus
amores, que había recuperado el color que perdió en sus últimos años y que veía
en peligro la consecución de su sueño por el gol del niño a quien habían amamantado
desde pequeño. Éste, incómodo en casa ajena y necesitado como nunca de
reivindicarse frente a quienes ahora eran sus aficionados, optó, no obstante,
por no celebrar el gol, consciente del daño infligido a su verdadera familia,
cargado de remordimiento e impotencia por la batalla fratricida a la que se le
había empujado en contra de su voluntad. Su gesto le ennobleció de por vida.
La travesía del Atlético de
Madrid hacia la final representa fielmente la magia que cubre al fútbol. Un
equipo caracterizado por su unidad, por su espíritu de superación, por su
ilimitada fuerza de voluntad y por sus continuos y abnegados esfuerzos avanzó
ayer hacia su destino capitaneado por un entrenador energético, vitalista,
valiente y altamente inteligente, que estimula a sus jugadores con una
filosofía de vida que entona el Carpe Diem.
“Jugar cada partido como si fuera el último” era precisamente el lema
que brillaba en las camisetas de los colchoneros en su retorno a Madrid. Y es
que, basta con ver la garra y el denuedo depositados en el campo por los
discípulos del Cholo Simeone para advertir en ellos el espíritu de heroicos
guerreros que batallan ofreciendo lo máximo de sí en cada instante, conscientes
de que cualquier descuido puede transformarse en un resquicio para caer
derrotados. Luchadores innatos que jamás bajan los brazos y que actúan
sinérgicamente aferrados al bote que les mantiene con vida y que les transporta
modestamente hacia su destino.
El Atlético de Madrid levitaba ayer sobreponiéndose a todos los obstáculos, como lleva haciendo en el último lustro superando contundentemente las enormes pérdidas sufridas, las de aquellos guerreros que, como Torres, partieron antes de tiempo: Forlán, el Kun Agüero, Falcao, etc. Piezas en su momento fundamentales cuyas ausencias no lograron sino, por lo contrario, robustecer a un equipo recompuesto totalmente en la actualidad y que únicamente repara en las pérdidas que inspiran y revitalizan al conjunto, como es la de Luis Aragonés. Coreaban los colchoneros desplazados a Londres el nombre y el apellido del difunto ex entrenador y jugador, que había sido casualmente uno de los protagonistas de la primera y última final de la Champions League que el Atlético de Madrid ha disputado. Retumbaba el atronador cántico en Stamford Bridge para insuflar energía y suerte a Diego Costa mientras se preparaba el brasileño para lanzar la pena máxima que acabó dando la tranquilidad a los atléticos. Las palabras se agotan al intentar describir la emoción que suscita ver cuán presente tiene el Atlético de Madrid a Luis Aragonés y cómo su pérdida ha impulsado a un equipo que parecía ya saturado en motivación.
Guerreros infatigables, grandes pérdidas, batallas fratricidas, capitanes valientes, recuerdos sólidos y presentes, gestas, victorias contra gigantes… ¿Qué más podemos pedir? El fútbol nos proporciona historias increíbles que, pese a su inverosimilitud, son reales. Historias que desmontan los frecuentes alegatos que algunos exponen en contra de este deporte reduciéndolo a “un juego de once tíos pegándole patadas a un balón”. El fútbol nos permite soñar con los ojos abiertos, nos deslumbra y, sobre todo, tiene una capacidad inigualable para generar apasionamiento en aquellos que amamos este deporte artístico.